La tierra gritó tres veces del lado de Nsanga-Norda, dos veces del lado del océano y una vez del lado de Valtano, antes de callar y sumirse en un silencio que rompía los corazones. El acantilado gritaba en Valancia para señalar los acontecimientos y el acontecimiento era que Lorsa López iba a matar a su mujer, Estina Benta.
Era el mes de julio, de madrugada, en la hora que el fresco mantiene a mucha gente en la cama y las parejas intentan aprovechar el calorcillo de las entrepiernas y el aroma de amor, cuando oímos gritos que venían de la pocilga de Lorsa López. Comprendimos que había comenzado a matarla.
Un hombre como Lorsa López, comendador supremo de la Legión, antiguo ministro de Finanzas, gran hombre de honor. Un Lorsa López a quien, durante los primeros cuarenta y cuatro años de su existencia, se le había visto dar pruebas de sentido común y equilibrio moral...
No comprendíamos nada. Y todos acusábamos a este jodido siglo, a este siglo sin pies ni cabeza, a este siglo sin ton ni son. De hecho, Lorsa López había matado a su mujer a consecuencia de un incidente que a todos nos había parecido banal. Una historia de enaguas: qué majadería.
Valancia estaba cambiando; las mujeres de la gente de bien se largaban con el primer recién llegado que se abriera la bragueta. Se abrían de piernas como se abren las manos para tomar el sol.
Muy de mañana, oímos gritos. Una voz de bestia que jodía los oídos, que desgarraba el aire: "Vete al diablo con todas tus diabluras. Vete sin rostro. Con tus jodiendas y tu corazón de zorra."
Oímos unos golpes que podían escucharse en todo el barrio. La golpeó con los puños, con los pies, con la cabeza, ensañado como una bestia feroz, mientras ella pedía socorro: "A mí, socorro: me está matando.".
Él entró en su pocilga y salió con una azada, le dio tres golpes auténticos de macho, la azada se rompió, le dió dos grandes golpes con el mango y luego se marchó y regresó con un pico y la troceó como si fuera madera, la partió, le arrancó las humeantes tripas y las desgarró con sus grandes dientes de fiera y bebió su sangre para apagar la cólera que atenaza su alma.
-"¡Bestia asquerosa!, vas a pagarme esta cabronada. Me la vas a pagar. A mí, que te amé como un verdadero estúpido. Quisiste ser un pendón, quisiste echarte unos polvos y hecha polvo voy a dejarte. Quisiste ser coño y sólo el coño te dejo, sin pies ni cabeza."
Y sacó todos los instrumentos de su pocilga: garfios, picos, bieldas, grandes hachas, machetes... piedras de amolar.
Despedazado, destripado, cubierto de lodo, bajo las moscas que se hartaban de sangre y menudillos, el cuerpo seguía gimiendo. Nadie le prestó lo que hubiera deseado: ayuda.